sábado, 4 de octubre de 2014

Ingenua vanidad



 Era feliz y volaba despreocupada por la ladera. El sol brillaba, los pájaros trinaban y el polen de las flores olía a delicia.

Por fin había abandonado la crisálida y su vida de gusano. No tendría que arrastrarse para conseguir comida nunca más.

Había secado sus alas al sol durante horas, desplegándolas con paciencia y orgullo. Eran preciosas, se sentía preciosa y con esa seguridad, recorrería los confines de la pradera.

La mariquita le hizo señas, pero no le hizo caso. Era una presumida y total ¿qué tenía de especial? Solo unos puntos negros sobre un fondo rojo.

La cigarra cantó a su paso, pero tampoco consiguió captar su atención. ¿Es que nadie le había dicho que desafinaba, que haría bien en cesar esa tortura auditiva?

De repente, sintió un tirón en sus recién estrenadas alas. Sus patitas se enredaron en un filamento pegajoso. ¡Oh! ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde había salido esa extraña red de seda que la aprisionaba? Juraría que hacía un instante no estaba...

Terriblemente angustiada intentó liberarse. Estiró con fuerza, pero solo consiguió quedarse más enganchada.

Era culpa de la mariquita y la cigarra que, envidiosas de su sin igual belleza, la habían distraído.

¿Qué le iba a pasar? Cuatro pares de ojos la miraron fijamente. Se estremeció. Vio la muerte reflejada en esos ojillos negros. El ser peludo se abalanzó sobre ella. Sintió un pinchazo y el dolor le emborronó la vista. Sintió el frío del veneno que serpenteaba en su interior y poco a poco fue perdiendo la movilidad.

Había tantas cosas que había soñado hacer, tantas flores que oler, tanto polen por probar... El tiempo se ralentizó para ella hasta que, finalmente se detuvo. Su tiempo había acabado. Su belleza había expirado con ella, igual que sus sueños, su fantasía y su vanidad.

©Jim Megal-2014. Todos los derechos reservados

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