miércoles, 22 de octubre de 2014

La espera...


Estaba nervioso. La sala de espera se le quedó pequeña. La había recorrido mil veces, impaciente por oír vibrar su nombre en los altavoces.

Esa noche había presenciado de todo, alegrías y llanto; la vida y la muerte en esperas iguales a la suya.

No había comido nada en todo el día. El estómago se le cerró desde que recibió la llamada de alerta en su trabajo. Corrió con el corazón en la boca. Había llegado el momento que tanto habían esperado. ¿Estaría preparado? Quería estar a la altura, pero, ¿podría hacerlo?

La sala de espera de su tormento se fue vaciando... ¿de verdad iba a ser el último? ¿No podía aligerarse el proceso y aliviar su sufrimiento? En ese tiempo interminable, un millar de malos augurios se colaron en su mente. No necesitaba ser muy imaginativo, pues otros habían recibido noticias desgraciadas en esa misma sala, en su presencia, alimentando sus miedos y su inquietud.

Por fin su nombre resonó en el megáfono y se levantó de un salto. Todavía no podía pasar, pero todo había ido bien. Sus temores disminuyeron y llegó un poco de alivio. Le enseñaron una ficha para que firmara. Sexo del recién nacido: M. «¡Un macho!», pensó orgulloso y se imaginó en un campo de fútbol enseñando a su pequeño a chutar como él.

Minutos después pudo ver a la criatura. Su esposa estaba allí, pálida y visiblemente agotada, pero él solo tenía ojos para el pequeño bulto que había en la cuna.

No era macho como esperaba, sino una pequeña hembrita, blanquita y pelona que, por la forma en la que se comía las manos, debía estar hambrienta.

La vio perfecta y se sintió completo. Su amor fue a primera vista y supo al instante que sería capaz de dar la vida por ella.

Su pequeña, que incluso dormía en la misma postura que él, fue su orgullo. Lo imitaba y seguía sus pasos con admiración y, a día de hoy, la que fue su niña, lo mira con repeto y dice:

«¡Te quiero, papá! Es un orgullo ser tu hija y parecerme tanto a ti».

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