«...
–¡Ángel,
no! ¡No, por favor! ¡No puedes estar muerto! –sollocé dándole
la vuelta.
Acerqué
la lámpara para verle mejor la cara. Su camisa estaba manchada por
un círculo pequeño de sangre que rodeaba el dardo que tenía
clavado en el pecho. Tiré de él con fuerza para desprenderlo de
su cuerpo. Ángel no se movió.
–Ángel,
por favor, quédate conmigo... Por favor... no puedes dejarme... Me
prometiste que estaríamos juntos. Ángel... por favor...
Apoyé
mi oído contra su pecho. Su corazón se oía muy débil. Bombeaba
lentamente, casi parado, como si cada latido supusiera un esfuerzo
demasiado costoso. Pero, estaba vivo, y eso era lo único que me
importaba. Todavía había esperanza por pequeña que fuera. Las
lágrimas impedían que lo viera con claridad. Pero Ángel, mi Ángel,
seguía allí. Cada pulsación suponía una nueva oportunidad, quizá
la última para salvarlo.
Tenía
que hacer algo. No podía soportar la idea de perderle para siempre,
de dejarle ir. El dardo me pareció demasiado pequeño para ser
mortal, pero la forma en la que había caído, quedando inconsciente
en el acto... ¡Los dardos estaban envenenados!
Le
abrí rápidamente la casaca. Un papel grueso se le cayó del
bolsillo, pero no tenía tiempo de pararme a comprobar qué era.
Busqué el remedio milagroso de su abuela, que colgaba de la bolsita
de su cinturón. Saqué rápidamente la botellita de cristal que
contenía el ungüento y le desabroché la camisa, dejando al
descubierto una pequeña herida, casi imperceptible de no ser por el
hilillo de sangre que brotaba de ella y un círculo azul que empezaba
a extenderse bajo la piel que la rodeaba.
Volqué
el bote medicinal sobre mi mano, primero con cuidado para no derramar
demasiado del preciado bálsamo, pero después lo puse completamente
boca abajo y lo golpeé sobre la palma de mi mano con ansiedad.
Horrorizada, me di cuenta de que ¡estaba vacío! No quedaba ni una
gota de la medicina que lo curaba todo. Recordé el ataque de Grozno.
Ángel había gastado todo el remedio, curándome. Maldije el día
que se me ocurrió escaparme y todas las cosas desagradables que
habían ocurrido por tomar esa decisión... ¡Todo era por mi culpa!
Y, si Ángel moría, no podría cargar con ese peso.
Desesperada
y medio enloquecida, introduje el dedo meñique en la boca del frasco
de cristal, intentando rescatar cualquier residuo del ungüento que
pudiera haber quedado adherido a las paredes.
Froté
mi dedo contra la lesión y los alrededores, con la esperanza de que
ocurriera un milagro. Continué masajeando la herida para que
cualquier partícula de ungüento que hubiera podido rescatar,
penetrara profundamente y transportara la sanidad por el torrente
sanguíneo, pero no pasó nada. Ángel no se movió; ningún gesto
que me indicara que lo que hacía estaba funcionando. No había
ningún efecto.
La
mancha azul seguía creciendo, tiñendo las venas a su paso, trazando
el mapa sanguíneo de todo lo que el veneno iba conquistando. La
esperanza de que ocurriera un milagro se esfumaba por segundos.
Impotente, lloré desconsolada sobre su pecho, segura de que esos
eran sus últimos momentos de vida. ¿Qué más podía hacer?
¿Despedirme? ¿Desearle que descansara en paz? ¿Podría oírme?
Recordé el consuelo que Ángel sentía al escucharme cantar y deseé
con todas mis fuerzas que sus oídos funcionaran y le hicieran llegar
la melodía a su subconsciente. Con la voz entrecortada por el dolor
que sentía, entoné la nana que le había cantado en el establo.
Habían pasado 21 escasos días desde nuestro primer encuentro, pero
en ese momento, después de todas las cosas que habíamos pasado
juntos, me pareció una eternidad.
Poco
después de iniciar la melodía, Brandon empezó a moverse con
dificultad. Por suerte, mi arrebato de cólera incontrolable, no lo
había matado. El dravec con el que él había estado luchando y que
había caído a su lado, se levantó tambaleándose. Y, dando
bandazos, elevó un torpe vuelo que le hizo desaparecer en la
oscuridad de la noche.
Brandon,
con las piernas todavía temblorosas, consiguió ponerse en pie y se
unió a nosotros, desconcertado. Frunció el ceño al ver la mancha
azul que ya subía por el cuello de Ángel. Recogió el dardo del
suelo y, después de examinarlo, lo olfateó. Se puso muy pálido y
volvió a mirar la herida.
–¡Maldición,
es nuodai! El veneno más mortífero que existe –anunció, cayendo
de rodillas al lado de su primo.
Ignoré
la desesperación que envolvía sus palabras. Si conocía el veneno,
también sabría cuál era su antídoto. Esa era la esperanza a la
que quería aferrarme.
–Brandon,
por favor, dime ¿qué necesita?, ¿cuál es la cura?, ¿qué podemos
hacer para salvarlo?
–Ese
es el problema, Anaís. El nuodai no tiene cura; ni siquiera el
ungüento de la abuela Mariel es eficaz contra él. No hay nada que
podamos hacer. En cuanto el veneno llegue al cerebro, dejará de
respirar y morirá –sentenció con la voz pastosa; estaba
tragándose las lágrimas.»
Genial Jim.
ResponderEliminar¡Gracias, Ana!
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